domingo, 22 de agosto de 2010

50 años de Psicosis


Sorprendente todavía, pese a todo lo que se ha escrito sobre ella, Psicosis sigue manteniendo el mismo nivel de fascinación, cincuenta años después de su estreno. Y eso es debido a diversas razones, entre las cuales no sólo se encuentra su sorprendente final (rememorado hasta la saciedad y punto de partida de plagios y homenajes) sino también porque el film se ha convertido, con el tiempo, en una lección de arte cinematográfico, en un referente de lo que en dramaturgia llamaríamos “la escuela del espectador”, eso es, la capacidad de su director de jugar con las conjeturas del espectador sin por ello llegar a engañarlo (como sí hizo Hitchcock, por otra parte, en uno de sus films menos conocidos, Pánico en el escenario). Porque aunque pueda parecer lo contrario, Psicosis es coherente de principio a film, y es la posición del realizador ante lo que está contando lo que acongoja sin deslumbrar, lo que permite que el espectador vaya saltando de posibilidad en posibilidad, de empatía hacia uno u otro personaje. De hecho, el film funciona casi como un reloj, por la perfección de unas imágenes que siempre llevan a otras sin respiro, y por una tensión dramática que mantiene el pulso narrativo pese a sus sorpresas.
Proyectada en museos como ejemplo de arte contemporáneo, y origen de un remake realizado plano por plano por parte del director Gus Van Sant, el film tiene la osadía de matar a su estrella protagonista a la media hora de metraje, una Janet Leigh que siempre será recordada por esa escena de la ducha que en realidad nunca rodó. Y es precisamente esa secuencia la que marca un punto de inflexión y convierte a Psicosis en el paradigma del terror cinematográfico, porque desde ese momento cualquier cosa es posible, cualquier circunstancia puede ser filmada, en manos de un director que se convierte en demiurgo de la función, en mirada omnisciente y perversa, siendo capaz de mostrarlo todo sin que el espectador acierte a saber exactamente qué es lo que está viendo.
En el clásico libro El cine según Hitchcock, el director ofrece una extensa entrevista al también realizador François Truffaut, en la que hace un repaso a toda sus carrera fílmica. Al hablar de Psicosis, desgrana frente al lector todos los trucos que utiliza a la hora de mantener la tensión en el espectador. No obstante, una revisión más sistemática del film nos ofrece una capacidad metafórica que ya descubrieron en su momento los jóvenes críticos de Cahiers du Cinéma y que encumbraron a Hitchcock a la categoría de autor. Una de esas metáforas es sin duda el de la mirada, la sugestión de lo observado y su interpretación o su simbolismo. La misma mirada espía de Norman Bates (Anthony Perkins) mientras Marion Crane se desnuda en el baño, la mirada del policía, oculta tras unas gafas de sol como referencia a un sentimiento de culpa de la supuesta protagonista, o la mirada sin vida del cadáver momificado de la madre de Bates o de Marion al ser acuchillada en la ducha. Incluso la mirada que el asesino dirige directamente a la cámara en el plano final del film, como epíteto del horror. Todo ello densifica el relato y lo convierte en una verdadera reflexión del papel del espectador en el arte cinematográfico.
Psicosis puede ser analizada plano a plano y siempre se encontrarán nuevas preguntas. Y sin embargo, Hitchock consigue dotar a ese mecanismo de un alma inconfundible, de una verdadera lección de hacer cine que no se limita a montar una imagen tras otra, sino que interioriza las necesidades del espectador y lo incluye en la historia porque sabe que éste es exigente; y ese nivel de exigencia es algo que muchas veces se echa en falta en el cine contemporáneo. De ahí que el film perdure en nuestra memoria.

miércoles, 11 de agosto de 2010

The Broken


El cine británico de terror viene dándonos últimamente pequeñas dosis de inquietud, de búsquedas expresivas para un género en ocasiones defenestrado por recurrente. Emparentado con un fantastique más propenso a la sugestión que al arrebato, The Broken se presenta como una interesante pieza artística, en la que la intención parece ser la plasmación de un estado de ánimo, de una tristeza implícita en sus imágenes en la que el género es tan sólo una excusa para articular una cierta expresión cinematográfica. El que lo consiga o no es harina de otro costal, sin que por ello debamos dejar de lado una propuesta turbia y densa que, pese a un punto de partida interesante, parece que no acaba de arrancar.
Lo más interesante de este film es quizás que plantea un tema tan contemporáneo como la identidad, planteado como una vuelta de tuerca sobre la suplantación. Aprovechando el sugestivo rostro de su protagonista, Lena Headey, el director Sean Ellis, conocido por la irregular Cashback, plantea un film donde los silencios y lo no dicho toman el espacio y lo ahogan, lo densifican, lo hacen irrespirable por sus ausencias; y todo ello potenciado por una fotografía, fría y metálica, que por desgracia no consigue hacer remontar un film cuya preocupación máxima parece ser el un esteticismo que tiende a lo vacuo. No obstante, sería un error desdeñar una propuesta que se emparienta sin ruido con temáticas tan posmodernas como el alter ego o el mundo que existe más allá del espejo, y que recoge toda una herencia (que parte quizás de la famosa La invasión de los ladrones de cuerpos y sus remakes, así como de algunos episodios de The Twilight Zone) para intentar una reflexión, no siempre acertada sobre el Ser, o sobre aquello que nos hace únicos.
Dijo en una ocasión el realizador alemán Werner Herzog que jamás se miraba al espejo, porque no sabía lo que se encontraría. The Broken parece tomar esta frase como suya para hilvanar una historia terrorífica que, pese a su punto de partida, apenas utiliza el recurso manido de la violencia implícita, sino que sustrae toda acción para mostrar las consecuencias de ésta, haciendo un uso continuo de la elipsis y de la acción en off. Con ello consigue filmar una confusión mental, la de la propia protagonista frente a su propia identidad y la de los que la rodean, sin conseguir con ello que la película explote, sin que exista un in crescendo fílmico que justifique la espera. Y es una lástima, porque The Broken es una digna historia de ser contada, y mantiene el pulso entre dos formas de entender el terror, sin posicionarse por ninguna de ellas. Por una parte, retoma el clasicismo del terror psicológico; y por la otra, dibuja los trazos del fantastique puro y duro, en una historia repleta de amenazas exteriores que son amenazas impuestas por nosotros mismos. En esa dualidad entre el horror de fuera y el horror interno, The Broken permanece equidistante, lo que permite trazar una puesta en escena sugerente y repleta de posibilidades. El problema es que toda historia tiene que decidir qué es lo que explica. Si no es así, el resultado es bello pero vacío.

viernes, 2 de julio de 2010

Below


Bajo la línea es la traducción que podría darse a la expresión inglesa que define el título de esta película, y es realmente una definición acertada, por cuanto relaciona dos aspectos que definirían también dos propuestas genéricas en su original acercamiento al fantástico. Por una parte, la fantasmagoría propia de las maldiciones sottovoce, esa querencia por el mal y por la culpa cuya resolución sólo puede ser trasladada al ámbito de lo sobrenatural, en la búsqueda de una coherencia interna que la historia consigue. Esa necesidad de lo fantástico consigue desdeñar la impostura de una historia de fantasmas, para dotarla de un tour de force en la que es más importante la resolución narrativa que la dramática, sin que por ello los personajes caigan en el aburrido tránsito de convertirse en paradigmas útiles pero vacíos. Por la otra, su respeto a unas normas mínimas de transcurso accional, su cumplimiento de los parámetros heredados de otros filmes o de series de culto como la famosa Twilight Zone, en la que la guerra se convierte en un marco indisoluble del fantastique, quizás porque retrata como nada el límite soportable por la conciencia humana. Es más, Below es ante todo un excelente film bélico, heredero incluso de Das Boot, en el que prima la acción y la espera, y en el que el desarrollo de las acciones de guerra tienen una traducción intrínseca en las actitudes de los personajes ante lo que sucede en el exterior, en ese océano inmisericorde que parece tener vida propia, memoria de lo ocurrido y premonición frente lo que va a ocurrir.
El realizador David N. Twohy no se anda con rodeos, razón por la cual es capaz de ajustar el tempo, definiendo situaciones con dos, tres planos a lo sumo, que un guión del interesante Darren Aronofsky es capaz de sujetar con alambres una historia con una suerte de moraleja final que no asusta, sino al contrario, dota a la incertidumbre de un plano genérico al que sujetarse, usando los recursos que le son propios integrándolos en una narración que no por coherente deja de tener un soterrado pesimismo. Jugar a las clásicas dos bandas, la interior y la exterior, el encierro y el vacío, el enclaustramiento y la inmensidad, no parece suponer ningún problema para Below. Más bien al contrario, quizás porque le da una traducción estrictamente cinematográfica, como esos repetidos travellings paralelos del casco del submarino y de los pasillos donde se halla la tripulación, o el sonido hueco, indispensable, del mar sobre el metal, cuya traducción puede el sonido de una ballena o el susurro de un ser del más allá.
No obstante, Twothy tiene la capacidad de centrarse en el detalle, como el cambio de letra del capitán en sus apuntes en el cuaderno de bitácora, lo que indica también un cambio que debe ser explicado, que tiene una traducción fílmica posterior o que indica algo que la tripulación oculta; o por ejemplo la pieza de ropa fabricada en Berlín del pasajero herido, a quien todos suponen británico y, por lo tanto, aliado y no enemigo. Y es precisamente la ejecución-asesinato de ese personaje la que sitúa al límite de lo razonable las consecuencias de una guerra, la incapacidad de dar una respuesta coherente a una situación de máxima tensión, en la que está en juego la propia supervivencia, sin olvidar en ningún momento que Below es ante todo un film entretenido, una historia de fantasmas en mitad de una guerra en la que todos (o casi todos) pierden.

Las horas del verano


El ya veterano Olivier Assayas nos regala esta espléndida reflexión sobre la memoria y el recuerdo, mediante una historia mínima en la que el duelo por los seres perdidos se plantea bajo los parámetros del mejor cine de autor. Dejando de lado lo que significa exactamente “cine de autor” (lo que daría para más de un artículo), Assayas deslumbra con una puesta en escena en la que deja que los personajes fluyan, que se hagan carne y alma frente a nuestros ojos, sin caer en el diletantismo vacuo en que se puede caer al filmar un sentimiento, una pasión o una emoción humana. Porque Las horas del verano es ante todo un ejemplo de la capacidad del cine (y del arte en general) para indagar en los recovecos de aquello que nos conforma y aquello que recordamos frente a nuestra finitud.
Memoria vivida y memoria evocada, el film es capaz de plantear aspectos tan correosos como la utilidad del arte, emparentándolo con el poder de las ausencias y de los secretos, la capacidad que tiene la memoria para encauzar y distorsionar el papel de los padres en la vida de los hijos, o plantear el porqué del amor y la pasión escondida. Y todo ello lo hace bajo la premisa de una historia explicada con la cotidianidad de lo experimentado, dando pie a la necesidad del objeto y su capacidad emotiva. En Las horas del verano no encontraremos conflictos ni clímax dramáticos que reiteren lo dicho. No hace falta. Sólo un gesto, un beso, un lloro filmado con pulso sostenido son suficientes para plasmar todo aquello que no se narra, toda acción que, si la viéramos en pantalla, desdeñaríamos por evidente.
Imágenes. El cine son imágenes en movimiento. La simpleza de una frase es a veces necesaria para explicar lo evidente. Como evidente es aquel jarrón con flores vivas en el salón donde se tasa el duelo, ese objeto que permanece tras nuestra muerte. Sólo con una imagen como esa Assayas es capaz de definir la tristeza por lo perdido, la querencia por aquél que ya no existe. Y sólo con una imagen, el director retrata la herencia que se transmite, la de la anciana a la nieta, la de la muerte a la vida, con los dos jóvenes corriendo campo a través al concluir el film. Esas son las imágenes imprescindibles, las que definen mundos tras la elipsis; y esas imágenes (las que se muestran y las que no) conforman la narración y la evocan.
Pero el film no acaba allí su recorrido, y se atreve con temas de más enjundia (si cabe), como el papel del arte en las sociedades contemporáneas, o la diferencia, en ocasiones abismal, entre valor histórico y valor sentimental, entre el objeto como motivo de disputa o de recuerdo, entre la belleza per se y la utilidad de lo palpado, de aquel instrumento empírico que, a su vez, nos retrorae a una persona querida, a un sentimiento o a una dicha. De ahí que la cinta de Assayas sea inabarcable por su capacidad de tratar los temas como un todo, porque esos temas son en el fondo los que nos definen, los que nos hacen carne y alma como los personajes que nos hablan desde la pantalla.

sábado, 26 de junio de 2010

La niebla


En el momento de su estreno, se habló del desenlace de este film como uno de los más desasosegantes que se habían filmado, teniendo en cuenta que no dejaba de ser un film producido por la industria hollywoodiense, y que partía de un relato del famoso y conocido Stephen King. Y sí, es cierto, sorprende ese final por su dureza, y también por su coherencia interna y por su capacidad de sorpresa, en esta aterradora historia sobre la impotencia y el Apocalipsis. Si bien La niebla parte de unos parámetros ya conocidos, como son el de situar a una serie de variopintos personajes en una situación límite, el film tiene la suficiente entidad dramática para no dejarse llevar por la caricatura o el arquetipo; más bien está interesado en describir paulatinamente el horror, un horror cuya traducción podría ser aquella frase de Sartre de que “el infierno son los otros”.
La cinta, por lo tanto, juega a las clásicas dos bandas, en el que un terror sobrenatural del exterior tiene su reflejo en el horror interno, el de cada uno de nosotros y en nuestra debilidad y nuestro miedo. El film no pretende con ello reflexionar demasiado sobre ello, al fin y al cabo está más interesado en la acción emocional de los personajes que en la transformación paulatina de su vileza o su maldad. En cierto sentido, se aleja de los parámetros de por ejemplo Luis Buñuel y El ángel exterminador, en los que lo importante era la evolución psíquica de los personajes, y se acerca más al thriller fantástico, propio de las adaptaciones habituales de Stephen King, lo cual no es ninguna sorpresa. Si en algo es interesante este film, dirigido por el efectivo Frank Darabont (que ya adaptó en su momento otros relatos de King, como La milla verde o Cadena Perpetua) es por su capacidad de mover en pantalla una multitud de personajes sin que éstos pierdan presencia, aunque esa presencia se justifique por su necesidad para que el relato avance. Así tenemos a la loca, al converso, al escéptico o al héroe, en un juego de paradigmas que no llega a molestar, sino que permite que la historia fluya hasta ese desenlace que justifica todo lo visto. Si bien muchas de las adaptaciones de Stephen King tienen un planteamiento inicial muy prometedor, para luego desembocar en un anticlímax decepcionante, en La niebla ocurre todo lo contrario. El planteamiento del film es especialmente manido, con un grupo de personajes encerrados que luchan por su supervivencia; no obstante el final del film hace comprensivo toda esa evolución dramática y lo ubica en un lugar en el que no existe otro final posible.
En todo caso, sería interesante añadir que película no engaña, no pretende utilizar resortes ya utilizados para plantear una historia diferente a la que ya hayamos visto con anterioridad. Sin embargo, existen en la cinta pequeños detalles de buen cine que no dejan indiferente, como aquel dilema que surge entre los personajes que ya han visto el horror. ¿Deben contarlo o deben esconderlo para que no cunda el pánico? Esa secuencia en la que la duda les persigue está narrada con un pulso admirable, usando el plano americano y la ausencia de voz, y dejando que sea el propio espectador intuya lo que está sucediendo. En esta ocasión, se considera al espectador un analista inteligente, un vidente capaz de sacar sus propias conclusiones, más allá de la espectacularidad con la que está narrado el Apocalipsis. Y eso, siempre es de agradecer.

viernes, 25 de junio de 2010

La cinta blanca


Creador contemporáneo, el cine del austriaco Michael Haeneke se ha caracterizado siempre por una búsqueda de lo malsano, de aquella herrumbre que condiciona los actos de cualquier sociedad (especialmente la nuestra), manteniendo siempre el tono entre lo que se ve y lo que se sugiere, entre la formalidad de nuestro mundo uniforme y aquello que se esconde bajo los pliegues de una hipocresía formal. Si bien ese retrato turbio ha sido llevado con mayor o menor acierto, la verdad es que todos sus films se ven condicionados por una mirada clarividente, y por una indagación en la herida de nuestras carencias y nuestros miedos, en aquello que ocultamos y aquello que mostramos; y en esa dualidad se halla un bosquejo de la aprensión y el desánimo, así como un rechazo hacia aquello que restringe el sentimiento puro y la verdad de nuestros actos.
Con La cinta blanca, Haeneke da un paso adelante y lleva hasta sus últimas consecuencias el poder de la sugerencia, alejándose paulatinamente de ese retrato de la maldad que pudimos ver en Funny Games, así como de la falsedad burguesa y bienestante de Caché. En ambos casos, sus dardos se dirigían al poder de la imagen como forma de alienación mental, una alienación que tiende a mostrar los tabúes que condicionan la existencia de sus personajes y que en su último film están presentes en cada uno de sus actos, en cada uno de sus gestos y de sus frases. Ambientada justo antes del estallido de la I Guerra Mundial, La cinta blanca retrata un ambiente y una época en la que todo parecía inamovible, pero que esconde en su interior el germen de un estallido aterrador, de una generación que acunaba el embrión de lo que sería el nazismo. De ahí que todo el film esté planteado en la quietud que precede al terror, hilvanando un cuento en el que el poder terrenal y el religioso se alían íntimamente para sujetar las pasiones y ahogar al amor, y en el que el respeto a la autoridad es un hecho incuestionable.
En pocas ocasiones se ha retratado tan acertadamente ese terror cotidiano, ese horror latente que surge de nosotros mismos, esa perversión del espíritu que se contrapone a la honestidad del personaje protagonista y a la inocencia de su prometida. No por casualidad ese protagonista es el profesor del pueblo en el que se desarrolla la acción, y el único que entiende cuál es el origen del mal, haciéndole frente con las únicas armas que tiene a su disposición: la deducción y la palabra. Pero lo más interesante del film de Haeneke es sobre todo que es capaz de filmar un estado de ánimo, algo casi imposible de llevar a la pantalla, un estado de ánimo que tiende al desasosiego, a la frialdad y a la idiotez moral. Y cuando eso sucede, todo mal es posible.

El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford


Cansado de andar huyendo, de convertirse en mito, de ser un referente de aquellos que buscan la notoriedad, Jesse James reflexiona en un momento del film sobre su propia muerte. Y lo hace sabiendo que sólo una muerte antes de tiempo lo convertirá en leyenda. Todo en el film rezuma ese sentimiento de desagravio, de belleza crepuscular, de poética baldía que la fotografía virada al sepia potencia, como si el espectador estuviera viendo uno de aquellos primeros retratos antiguos que el tiempo ha dejado traslúcidos. Porque lo que se narra es la historia de una antigua traición, una de aquellos relatos que el propio cine (y antes la literatura) se encargó de mitificar y que el mismo título deja claro desde el principio. No obstante, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford no plantea un hecho tan posmoderno como la desmitificación, sino que busca en las raíces del mito (sea cuál sea éste) para definir cuál es su papel contemporáneo, qué hecho del pasado debe ser recordado y cuál debe ser tergiversado para ser comprendido. De ahí que el narrador en off sea el propio hijo de Jesse James, un hijo que no aparece en ningún momento del film pero cuya voz impregna sus imágenes porque nos hace a todos hijos de un pasado mitificado, del mismo modo que mitificamos al padre más allá de sus errores.
De hecho, la cinta del australiano Andrew Dominik utiliza al western como género referencial a partir del cual explicar su historia, quizás porque la época que muestra el western es la época justo anterior a la del cine, la época de la modernidad y del cambio, la época del fin de las leyendas atávicas y de las abstracciones literarias. Si en algo comprendemos al cobarde Robert Ford, interpretado magníficamente por Casey Affleck, es por su querencia infantil hacia el relato evocado, hacia el acto convertido en leyenda, lo que lo hace frágil y peligroso a la vez, eternamente inmaduro, necesitado del acto valeroso que lo incluya a él también en los relatos del infante. De ahí que caiga en la trampa de teatralizar su traición, como si ésta fuera comparable a la del forajido al que asesinó, llevándolo a él también hacia el camino de una muerte segura y convirtiéndolo en el antagonista de la función, en el Judas que todo relato heroico necesita.
Hermoso y poético film, El asesinato de Jesse James por el cobarde Robert Ford reflexiona sobre la épica sin caer en la autoindulgencia, sino que parece plantear una búsqueda de aquello que debe ser evocado o recordado, porque sólo la muerte permite al individuo convertirse en una deidad de lo acontecido, en un referente sobre la honestidad o la traición, en un contrapunto sobre la historia que necesitamos escuchar. Y es también el retrato de una obsesión edípica, dejando de lado aquella violencia explícita del western crepuscular y planteando la imagen lírica de un género que, para muchos, es el género referencial del cine americano. Y por el camino, vemos hablar de la infancia y del mito, del padre y de la muerte, de los sueños hechos realidad y haciendo verídica aquella frase amenazante que dice “ten cuidado con lo que deseas, porque puede convertirse en realidad”.

jueves, 24 de junio de 2010

Moon


Con un título tan escueto como sugerente, el director británico Duncan Jones plantea en este film una interesante reflexión sobre la identidad y la libertad, dejando que la metáfora se haga cuerpo y alma y dotando a la ciencia-ficción de un poso emocional del que últimamente carecía. En cierto sentido, Moon retoma (aunque quizás a un nivel más modesto) la puerta abierta que dejaron films como Blade Runner o Solaris, haciendo hincapié en aspectos tan sugerentes como la unicidad o la individualidad, que ahondan si cabe en la archinombrada condición humana. En un primer momento podría parecer que el film plantea una reflexión sobe la soledad, con aquel minero lunar (interpretado por el siempre eficaz Sam Rockwell) dejando pasar los días en una base situada en el satélite natural de la Tierra. Aspectos sobre el amor, la espera o la familia aparecen en ese momento en cuentagotas, con un efectivo uso de los espacios y de los silencios, lo que convierte la cinta en una sugerente digresión sobre la emoción e incluso sobre la locura. No obstante, Moon da un salto cualitativo en la mitad de su metraje (que no contaremos para no desgranar el final de la historia) que lo emparienta con las mejores digresiones de Philip K. Dick acerca del recuerdo y de la vivencia personal.
Sorprende el pulso narrativo de esta ópera prima del director, hijo del famoso cantante David Bowie, una ópera prima que podría entenderse como una especie de homenaje a la serie B como elemento válido para la reflexión intelectual y para la plasmación emocional, en un momento en que están en el aire inquietantes preguntas acerca de la clonación, la transformación genética o el uso de los recursos del planeta. Todo ello está presente en este film, sin que por ello se caiga en disquisiciones sin fondo. Al contrario, Moon se acerca modestamente a las raíces genéricas de la ciencia-ficción sin aspavientos innecesarios, dejando que la historia fluya y dotando al mismo género de una eficiencia poética que podría haber caído en terreno baldío. En otras manos, Moon podría caer en la tentación de transformarse en un thriller manido. No obstante, Jones hace de la necesidad virtud y prefiere aposentar la cámara para observar el modo en que sus personajes se hacen dueños de la historia, gracias a un dilema que ellos mismos deben solucionar. El film incluso se toma el tiempo suficiente para sus homenajes (no es para menos) y da una vuelta de tuerca interesante en la relación entre el ser humano y la inteligencia artificial (con ecos evidentes del HAL 9000 de 2001 una odisea del espacio), o entre el individuo y las grandes corporaciones multinacionales.
En todo caso, Moon es una propuesta de interés, en un momento en que es difícil proponer algo novedoso en la ciencia-ficción contemporánea, sin que por ello deje de lado las fuentes de las que bebe, tanto literarias como cinematográficas, y sin dejar que la imagen vacua se adueñe de un guión de una solidez poco común.

miércoles, 23 de junio de 2010

Two lovers


Tras cuatro películas en su haber, el realizador James Gray ha aposentado con criterio un estilo propio, fundamentado en una búsqueda emocional de las raíces generacionales que conforman parte de la cultura estadounidense. De origen ruso-judío, Gray ha retratado, con mayor o menor acierto, los avatares sentimentales de esa comunidad, desde aquel primer film, Little Odessa, que con el tiempo se ha transformado en una declaración de principios sobre los conceptos de identidad y cultura, o sobre las contradicciones generacionales que surgen en el deber hacia el bien comunitario. Si bien, el director ha planteado siempre estos dilemas usando las raíces genéricas del thriller, en esta ocasión se aleja de ellas para plantear su obra más madura y profunda, tomando como referente el relato Noches Blancas de Fiodor Dostoievsky y plasmando magistralmente las dudas emotivas del “hombre subterráneo” del escritor ruso. El resultado es una obra intimista y amarga, una reflexión sobre el amor fou y la responsabilidad, un cruce de caminos en el que pocas veces el amor ha sido retratado de forma más concisa y austera, sin hipérboles y sin aspavientos vacíos.
Hay que destacar, en este film magistral de Gray, las interpretaciones contenidas y consecuentes (especialmente la de un Joaquin Phoenix en estado de gracia); no obstante esas interpretaciones hubieran quedado en terreno baldío sin la sutileza con la que el director ubica la cámara, a medio camino entre el primer plano intimista y esa lejanía del plano americano que nos permite comprender la soledad de los personajes, en esa búsqueda desesperada y en ocasiones atormentada del amor. En pocas ocasiones como en esta el cine ha sabido retratar el dilema emocional de los seres queridos, la angustia por la ausencia del que amas, la tristeza como estado de ánimo perpetuo o la complejidad de las relaciones humanas. Porque esos personajes respiran como pocos, se hacen corpóreos y a la vez muestran las raíces de un alma quebrada, como aquella primera secuencia en la que el protagonista intenta un suicidio a través del cual comprendemos su soledad, y comprendemos también la necesidad de éste de sentir, sea cual sea ese sentimiento y conduzca a lo que conduzca.
Two lovers es, ante todo, cine de primer grado, obra maestra convertida en imágenes en movimiento, lo que conlleva a una comprensión de la necesidad de plasmar aquello que nos limita y aquello que nos hace grandes, a partir de una anécdota del hombre corriente que tan bien supo plasmar Visconti en su versión particular del texto, aquella Noches blancas protagonizada por un Marcello Mastroianni en estado de gracia. En esta ocasión, sin embargo, James Gray se toma más libertades respecto al texto original, dotándolo con ello de mayor complejidad pero sin olvidar los encantos de su sencillez inmediata, de aquel dilema presente y ausente entre libertad y seguridad, entre amor y pasión, entre locura y verdad que llega a acongojarnos, liberándose de presupuestos genéricos y narrando un drama familiar a medio camino entre el romanticismo y el realismo. Y eso, sentados frente a la pantalla, hace sentirnos vivos.

lunes, 21 de junio de 2010

City of life and death



Tomando como referentes los films occidentales sobre el Holocausto (especialmente La lista de Schlindler de Steven Spielberg), el director chino Lu Chuan plantea en City of life and death una amarga reflexión sobre la condición humana, utilizando para ello el mismo blanco y negro, áspero y duro, de sus películas hermanas y emparentándola con ello con una forma de hacer cine que busca, ante todo, la recuperación de la memoria histórica. Porque la cinta es, sobre todo, una película necesaria por cuanto nos confronta con lo mejor y lo peor del ser humano y sirve a su vez de recuerdo imborrable y accesible para posteriores generaciones; y lo hace intentando narrar cinematográficamente (cosa en ocasiones harto difícil) mediante un tour de force entre lo íntimo y lo visionario, entre la quietud y el desasosiego, entre la visión de las víctimas y la reflexión histórica, lo que da pie a una narración repleta de altibajos pero carente de presunciones absurdas que hubieran emborronado la disquisición final.
Lo que plantea ante todo City of life and death es la historia de un genocidio, el perpetrado por las tropas del ejército imperial japonés en la toma de la ciudad de Nanking, a la sazón capital de china a mediados de los años 30, durante la guerra chino-japonesa de 1937. Nos encontramos, por lo tanto, con la recreación de un episodio histórico que todavía levanta ampollas entre China y Japón y que impide una reconciliación nacional entre dos países por la negativa japonesa de aceptar parte de su oscuro pasado. Lu Chuan, sin embargo, tiene la interesante idea de plantear su film bajo la perspectiva de un soldado japonés, que observa la transición de la conquista al drama con los ojos de un joven que, en cierto sentido, alcanza su madurez final con el suicidio. Emparienta así el suceso bélico con la intimidad del pensamiento subjetivo, caminando siempre sobre el alambre de la palabra y del gesto, y dejando que la imagen muchas veces hable por sí sola, lo que convierte el film en una reflexión cinematográfica de primer orden. Pero no sólo eso, porque la película tiene imágenes de una belleza sobrecogedora, hasta el punto de que el film lleva a plantear una pregunta al espectador ¿puede la belleza convertirse en el camino de una evocación emocional? ¿puede la belleza, en fin, ser el instrumento adecuado para narrar el horror? La respuesta en este caso es que sí, porque la cinta escapa del esteticismo vacuo mediante una puesta en escena en la que el ritmo (y lo que se narra) no es menos importante que el recuerdo de la maldad.
No obstante, City of life and death contiene en sus imágenes un aviso para navegantes. El film parece estar dividido en capítulos en los que se muestran y cartas de occidentales (la mayoría escritas en inglés) en los que se da una información escueta sobre la toma de Nanking. El realizador chino consigue con ello dos cosas. Una de ellas, marcar una pausa a través de la cual conseguir una reflexión histórica y emocional. Y la otra, mucho más punzante, mostrar la visión sesgada y distante de Occidente ante esos hechos, y plasmar la realidad terrible de la batalla y sus consecuencias para la población civil, con sus asesinatos genocidas y sus violaciones en masa. El film consigue con ello jugar a dos bandas, en la que la verdad de la guerra se muestra en toda su magnitud, en toda su tragedia, y dejando que sean las imágenes las que hablen por sí mismas, las imágenes de aquello que sucedió pocos años antes del Holocausto. Ahí es nada.

viernes, 12 de febrero de 2010


La literatura (y el arte en general) muchas veces se convierte en un contenedor en el que caben muchas cosas, una suerte de recipiente intelectual en el que se mezclan demonios internos, visiones poéticas de la vida, metáforas incomprensibles o buenas intenciones respecto a uno u otro tema en particular. La vida antes de marzo, la primera novela que publica el cineasta Manuel Gutiérrez Aragón parece guardar un poco de todo ello, sobre todo en lo que respecta a las intenciones, que son buenas sin que eso signifique que sean acertadas, convirtiendo su historia en un aparador emocional, una narración contada en primera persona en la que se mezclan una historia evocada, en la que se recuerda la adolescencia y su problemática de la identidad, con una especie de toma de conciencia de lo que supusieron los atentados de Atocha el 11 de marzo de 2004. Sin embargo, uno se pregunta si las buenas intenciones son suficientes para definir y concretar el acto de creación, si continente y contenido pugnan al unísono para dar luz al mensaje o al dilema que quiere expresarse; y esa es la duda que surge en esa novela, en la que los referentes son a veces de una simplicidad avasalladora. Dejando aparte su coraza, la excusa argumental que mantiene dosis mal expresadas de literatura fantástica, La vida antes de marzo mantiene un pulso narrativo muy directo, casi sin concesiones, en el que prima una visión subjetiva de los hechos planteados, lo que le permite al autor ubicar un tiempo y una época cercana, pero explicada con los parámetros imaginarios de un tiempo pasado.
Eso sí, hay costumbrismo a raudales, y ya se sabe que ese costumbrismo (cuyo origen quizás se remonta a las primeras películas de Gutiérrez Aragón, con su realismo mágico todavía por definir) tiene que llevar sus dosis de evocación de la infancia, de las contradicciones que provoca la figura del padre o de los vaivenes emocionales de un primer amor. El problema esté tal vez en que toda esa magia que la obra plantea se aboca de pleno a una conclusión que no por coherente significa que esté bien amalgamada, por lo que un lector quisquilloso diría tal vez que la novela hace aguas en su estructura, en aquello que hace que un acto creativo funcione, sobre todo en una obra como ésta, en la que prevalece el mensaje (bienintencionado) por encima del pensamiento reflexivo, o por encima también de aquello (inconcreto) que hace que una obra se recuerde tras haber sido leída. Pero no daremos pábulo a ese lector incordiante, ese lector que disfruta con la contradicción y con el error ajeno, ese lector que lleva el texto escrito a su terreno para desmenuzarlo. Hacerlo sería como pelar una manzana para no comérsela, y lo cierto es que La vida antes de marzo es ante todo un acto necesario, una obligación para con nosotros mismos y para seguir recordando los hechos infaustos de Madrid. Que la literatura sirva sólo para eso es otra historia.

lunes, 30 de noviembre de 2009

Golfus de Roma


Existen películas que dignifican el género en el que se insertan, no tanto por cumplir a rajatabla los cánones que a ese género se le supone (que también) sino por aglutinar aspectos y referentes que hemos visto anteriormente pero que son tratados bajo el prisma contemporáneo, sin perder por eso su capacidad de seducción. De una película como Golfus de Roma podríamos enumerar los entresijos de su producción, su origen como musical de Broadway o el pedigrí de su reparto y de sus composiciones, encabezados por el inefable Stephen Sondheim al frente, que en esta ocasión se sirve del comediógrafo latino Plauto para hilvanar una historia en la que la comedia como género se sirve, en mayor o menor grado, de todos los acordes que la hacen un género complejo y esencial en la historia de la representación, sea ésta o no cinematográfica. Sin embargo, y con la intención de realizar un comentario que se aleje algo de los tópicos (que es lo que sucede cuando un film tiene, como en esta ocasión, más de cuarenta años) sería interesante valorar qué aspectos de la comedia son homenajeados en esta cinta que, pese a su origen teatral, mantiene el ritmo y la prestancia del cine como lenguaje artístico. Y gran parte de ese éxito podemos otorgárselo a un director como Richard Lester, al que algunos definirán como artesano (término éste que deambula entre lo peyorativo y lo honorífico), pero que da muestras de saber qué tiene entre manos, teniendo en cuenta todos los antecedentes comentados y todos los egos necesarios en una obra que se define por su coralidad.
Haremos, por lo tanto, un comentario fundamentado en la enumeración, porque en Golfus de Roma hallamos aspectos del vodevil, con puertas que se abren y se cierran, equívocos entre personajes, carreras arriba y abajo; aspectos paródicos, que encierran en sí mismos un clasicismo narrativo que parte del homenaje; aspectos de la comedia muda de Charles Chaplin y de Buster Keaton (no por casualidad es el personaje interpretado por éste último el que marca el tempo de la película, con sus tres actos de la comedia latina), especialmente del slapstick y de la comedia física; y todo ello ensamblado en un corpus que funciona como un reloj, sin que por ello el espectador sienta una ausencia de agilidad entre formatos.
Aunque quizás lo más destacable del film (o uno de los aspectos que hacen este título tan sugerente) es su respeto a los clásicos a los que hace referencia, sin menoscabo de que Golfus de Roma sea por derecho propio una de las cintas que aúnan tradición y modernidad. Más allá de su inclusión en la comedia musical norteamericana, la película mantiene presente no sólo su carácter de homenaje a autores como Plauto o Terencio (y si nos fuéramos más atrás, también al imprescindible Aristófanes), sino también su carácter de obra viva, de representación contemporánea, respetando y emulando la comedia de situaciones de los autores grecolatinos. De ahí que las citas sean elocuentes, empezando por el nombre de los personajes, como el protagonista de la función e instigador de la acción dramática, el esclavo Pseudolus (falso esclavo en griego), o los jóvenes Eros y Filia (amor y amistad), que dotan a la función de un poso cultural, recogido y transformado para la ocasión, un poso cultural que podríamos hacer avanzar hasta los resortes dramáticos de la commedia dell’arte, en una función en la que nos introducimos formando parte de lo que los críticos teatrales definen como “la escuela del espectador”, con el histriónico Zero Mostel dándonos entrada al teatro y presentando la acción como un ocurrente Dramatis Personae. Y si vamos más allá, hallaremos una soterrada crítica a cualquier sociedad estratificada (que, al fin y al cabo, todas las sociedades humanas lo son o lo acaban siendo), siendo la comedia el punto de apoyo a través del cual mostrar las contradicciones de un grupo humano concreto, con aquel soldado fanfarrón (Miles Gloriosus en el film y también el título de una de las obras más importantes de Plauto) a quien todos esperan y que ejerce de espejo crítico, de monigote al que lanzar los dardos de la ocurrencia y de la risa.
Interesante adaptación de un mundo todavía vivo, Golfus de Roma es capaz de recuperar la esencia de la comedia como mito fundacional de la representación, sin dejar de lado su contemporaneidad y sin dejar que el respeto a los clásicos convierta al film en un referente anquilosado. Y eso, en un momento histórico en el que conceptos como modernidad o progreso son puestos cada día en entredicho no deja de ser un atrevimiento.

viernes, 9 de octubre de 2009

Un mundo perfecto


“En un mundo perfecto no sucederían estas cosas” se afirma en un momento de este film de Clint Eastwood, que puede entenderse como la constatación del carácter de “autor” de su director, quizás no por sus logros, sino por el beneplácito de público y crítica que supuso su largometraje inmediatamente anterior, la oscura y densa Sin perdón. Si en ésta se daba una vuelta de tuerca a los parámetros más esenciales del western (especialmente el recurso a la violencia), en Un mundo perfecto nos encontramos con un cambio de registro, respetando eso sí, la esencia genérica en la que Eastwood parece sentirse cómodo. Porque no nos llevemos a engaño: lo que el director norteamericano plantea es una clásica road movie, quizás más estructural y menos diáfana que un film como El aventurero de medianoche, en el que se cumplen todos los requisitos del viaje como experiencia iniciática y en el que se siguen a rajatabla todos los parámetros con los que el espectador pueda hacerla reconocible. La duda que surge entonces es si ese apoyo genérico convierte el film en previsible (que no prescindible), y si es así, que aporta la historia para hablar de regeneración o innovación a partir de los lugares comunes que nos presentan. Lo que parece claro es que Eastwood parece dejar hablar al género, deja que respire, que muestre sus cartas como forma de reconocimiento implícita, que dé muestras de su clasicismo para hablar entre líneas, para disfrazar su mensaje a través de una puesta en escena en la que es más importante la acción que la reflexión, el acto que la metáfora.
No obstante, a medio metraje se pronuncia esa frase con la que iniciábamos esta reflexión, lo que nos plantea una duda (una más), en la que se pone en entredicho el carácter del film, las bases en las que fundamenta su discurso. Porque el film no es (o no parece ser) un análisis sobre los orígenes de la delincuencia, sino que da pie a una clásica introducción sobre los procesos de maduración personal, en ocasiones tierna, en ocasiones obvia, entre un preso fugado y su rehén, un niño de ocho años que irá descubriendo los caminos del perdón y la trasgresión, y que vivirá con ello una suerte de relación paterno-filial en ocasiones perversa. Hablamos entonces del fin de la inocencia, pero bajo un paradigma que es diferente al que la narración nos ofrece, porque el proceso madurativo es dual. Por una parte, el tránsito personal del chaval, que mantiene un ritmo plácido acorde con sus raíces genéricas; por la otra, la del preso fugado, que Eastwood aprovecha para hablar del concepto de la responsabilidad, esbozada a través de dos o tres momentos breves pero concisos, y que se abren con el mismo film, planteado todo como un largo y elemental flashback. Sin ese flashback la película quizás sería otra, pero lo cierto es que las primeras imágenes de la película muestran al preso estirado sobre la hierba, como si estuviera descansando (aunque realmente esté herido de muerte), junto a la máscara de un disfraz infantil. En el momento de morir, ese delincuente ha dejado de ser un niño grande, ha comprendido los procesos que lo llevaron a ser quién es, y ha dejado atrás la búsqueda de su Arcadia particular, esa Alaska hacia donde huye y que sólo conoce por una fotografía borrosa que le envió su padre años atrás; y sin embargo, en cierto sentido, ha cumplido su cometido, ejerciendo de padre putativo de su rehén, mostrándole los caminos de la complejidad y de la línea en ocasiones borrosa entre el bien y el mal. No por casualidad es el niño, su rehén y amigo, el que dispara contra él, lo que nos llevaría a una interesante perversión del mito de la maduración, ya que ese chaval roba y mata pero lo hace por una causa lícita (y aquí entraríamos en el clásico proceso freudiano de muerte del padre, que no viene al caso), mientras que el preso hace lo mismo pero recae sobre él todo el peso de la ley. En ambos casos, Eastwood nos habla del fin de la infancia, aunque lo haga siempre guardando las referencias genéricas y sin el atrevimiento de El aventurero de medianoche, quizás porque en ésta entraban en juego conceptos como el arte y la verdad que densificaban el discurso y que, al ausentarse en Un mundo perfecto, convierten a ésta en una reflexión que bordea en ocasiones lo naïf.
En todo caso, la digresión toma otros caminos menos transitados, retratando la América kennediana, con sus casas adosadas, su pastel de manzana, su noche de Halloween, y lo hace ambientando el film tres semanas antes del asesinato del presidente en Dallas, lo que da lugar a una cierta sensación de mundo perdido, de mundo perfecto a punto de fenecer en la maduración traumática de un país, potenciado todo ello con una fotografía luminosa, a años luz del retrato de un mundo concluso y que muestra el estado de Tejas como si éste fuera un lugar común de la América profunda. Y si bien es cierto que en un mundo perfecto no sucederían estas cosas, también es cierto que en un mundo perfecto el cine no sería el mismo, aunque en este caso el mensaje entre a veces en terreno baldío, o se quede a las puertas de una reflexión de mayor calado por respeto al género en el que la película se enraiza.

lunes, 21 de septiembre de 2009

Impacto súbito


Hubo un tiempo en que la crítica dividió la filmografía de Clint Eastwood en obras personales y obras más comerciales, juzgando con ello que éstas últimas servían para financiar los films más arriesgados del director norteamericano. Así, frente a películas como Impacto Súbito se contraponían cintas como Bird o Cazador blanco, corazón negro, que parecían más acordes con una visión íntima de Eastwood y que tendrían su clímax final en Sin perdón, que obtuvo el reconocimiento de la crítica y el público, y que hicieron olvidar esa diferenciación sesgada de su obra como realizador. Al hablar de Impacto súbito podríamos mantener esa dualidad crítica, o bien considerar el film como parte integrante de la cosmogonía de Eastwood, más allá de sus aciertos o sus concesiones. Y lo primero con lo que nos encontramos es una película que forma parte de lo que ahora se ha dado en llamar una franquicia, y que retoma los pasos del inspector Harry Callahan con Eastwood haciendo al tiempo de actor protagonista, productor y director, y buscando con ello dotar al personaje de una cierta complejidad que, sin embargo, tiende en ocasiones a ser un referente coyuntural. Si en algo hay que valorar el primer film de la serie, Harry el Sucio, es que trascendió cierta coyuntura concreta, la de los primeros 70, cuando se disipaba el experimento hippy y entraba en juego su lado más oscuro con la entrada de la heroína en el mercado y el aumento de la inseguridad ciudadana; y si trascendió ese personaje concreto fue porque dio alas al outsider, al poder del individuo por encima de concesiones a lo políticamente correcto, identificando a ese individuo con los deseos de gran parte de lo que Nixon vino a llamar “la mayoría silenciosa”.
Pero ahora Harry Callahan es un hombre maduro, con parámetros de actuación bien definidos con los que Eastwood director puede hacer dos cosas: o bien dotarlo de cierta empatía emocional, o bien potenciar aquello que trasciende del personaje, con el riesgo de caricaturizarlo. Y lo que hace Eastwood es jugar a dos bandas, manteniendo ambas posturas, que concuerdan con las dos historias en paralelo con las que el guión pretende redondearse con una pirueta final. Si bien en las secuencias donde aparece Callahan se mantiene cierta estética pretérita, lo cierto es que las partes donde aparece la mujer vengadora notamos cierto interés hitchcockiano en la transición de las escenas, potenciado todo ello con una partitura de Lalo Schiffrin que recuerda al San Francisco de Vértigo. Si el contenido es la forma, esa forma es la que permite añorar antiguos logros del film original de Don Siegel, fundamentado en una sencillez expositiva que Eastwood explota sacando petróleo de antiguos maestros. Y si nos ponemos sociológicos (que al fin y al cabo, cualquier cinta se presta a ello), hay que dar cuenta de los antagonistas de la función, representantes fidedignos de la white trash tan despreciada por los acólitos de Reagan y perversión estereotipada del universo masculino, la misma perversión que en cierto sentido representa Harry, como cuando hace prácticas de tiro junto a su compañero, y ambos hablan de sus armas como si ésta fuera un elemento fálico imprescindible. Es ahí donde el personaje empieza a dar síntomas de complejidad (y también, por qué no decirlo, de cansancio), porque es esa masculinidad perversa la impulsora del drama, el origen de la violación y de la venganza y el alambre emocional con el que Eastwood consigue sustentar el mcguffin que toda película de género necesita.
En todo caso, Impacto súbito podría considerarse un primer intento de su realizador por controlar los resortes argumentales, pero sobre todo por dotar a las imágenes filmadas de un poder que trascienda lo puramente narrativo, aunque para ello se apoye en los parámetros fijados por otros. Sea eso una visión personal o no es otra historia, sin embargo existe en el film un respeto genérico que en cierto sentido lo dignifica, como si Eastwood supiera en todo momento que debe jugar con tres o cuatro referentes, con una introducción y una conclusión (ambas en planos aéreos) y con un nudo dramático que al fin y al cabo convierte al cine en lo que es: un hermoso y en ocasiones complejo entretenimiento de feria; y es en esa feria, en ese tiovivo endiablado, donde concluye el drama y donde Harry encuentra la media naranja a la que proteger y quizás a amar.

viernes, 4 de septiembre de 2009

El aventurero de medianoche



La carrera como director de Clint Eastwood es muy extensa, y aunque decía Jean Renoir que un director de cine está siempre haciendo la misma película, eso no significa que Eastwood caiga siempre en la reiteración, sino todo lo contrario, busca formas nuevas de adentrarse en aquello que le conmueve y en intentar con ello conmover al espectador. El hecho de que lo consiga o no es harina de otro costal, aunque en pocas ocasiones como en El aventurero de medianoche el Eastwood como director busca identificarse directamente con los sentimientos del espectador, forzarle a ver una historia de perdedores bajo el paradigma clásico de los films de aprendizaje o buscar un ritmo pausado (casi sin clímax) como forma de evitar una falsa ilusión de trascendencia. Y lo más valioso de esta cinta sea quizás esa ausencia de pretensiones (al menos, a primera vista) para una historia que se supone previsible y que narra el proceso de maduración de un chiquillo, que acompaña a su tío cantante de country en su camino a Nashville. Eso lo convierte quizás en una película hermosa, aunque no exista en sus imágenes ninguna intención de preciosismo vacío, y sí ciertas dosis de ironía para tratar sutilmente los temas de la América profunda, como la tierra, el éxito o el viaje al Oeste, que en manos de Eastwood intentan recuperar cierto aire fordiano, cierta necesidad de plasmar vivencias que vayan más allá de la reflexión y que aúnen sentimientos (como el compañero de viaje o la transmisión generacional) que en abstracto acabarían siendo estereotipos fácilmente identificables. El principio del film parece entonces una declaración de intenciones, cuando en mitad de una tormenta de arena aparece el coche del protagonista, totalmente borracho, e irrumpe en la vida de su familia de campesinos; y seguidamente, cuando lo introducen en casa, su sobrino entra en el coche, se pone al volante, y empieza a imaginar el viaje que lo conducirá lejos, primero a Tennessee y luego, al concluir la historia, quizás a California, buscando la tierra prometida que su tío encontrará tras la muerte. El aventurero de medianoche recupera, por lo tanto, un clasicismo narrativo, presente en la novela original, pero lo despoja de tensiones dramáticas que la llevarían al sentimentalismo, y lo hace bajo los auspicios genéricos de una road movie, lo que convierte la historia no tanto en una enseñanza vital como en la búsqueda de un destino concreto: el que un artista marca como propio.
En un momento de la película, el joven observa desde la puerta de un local la actuación de su tío, mientras puntea con las manos una guitarra imaginaria. En esos instantes, la cámara filma a Eastwood desde lejos, como dando a entender que el cantante de country que interpreta toma los rasgos de un personaje mítico a ojos del muchacho, de un ser que toma los caminos menos transitados y que tiene una visión del mundo que le permite transformar la realidad a su alrededor. Y eso es lo que sucederá con el chaval en las dos siguientes interpretaciones, como si su tío lo acunara con su música mientras pierde la virginidad con una prostituta, o mientras se droga por primera vez en un garito de negros donde su tío interpreta un blues. El aventurero de medianoche no es tanto un film de mutuo aprendizaje (si fuéramos más allá en el estereotipo, diríamos que es casi un relato quijotesco), sino una declaración de principios sobre el papel del artista en la sociedad y de la necesidad de ese artista de comunicar y además de ser comprendido. De ahí que sea su sobrino el que conduce el coche, el que lo acompaña en cada una de sus trifulcas y el que lo ve morir justo después de haber editado un disco, aunque eso no signifique que el muchacho tome el mismo camino. Al contrario, en la secuencia final el chico deposita las llaves del coche sobre el féretro y luego pasea por la avenida a pie, mientras en una radio suena uno de los temas que su tío dejó antes de morir. El film se convierte entonces en una reflexión sobre la trascendencia, y quizás sobre la diferencia entre lo creado y lo vivido, entre lo imaginado y lo supuesto, que emparienta la cinta con otros trabajos de su director como Bird o como Acordes y desacuerdos de Woody Allen, dotando a las imágenes de un tono otoñal, de una cierta sensación de decadencia, que transforma la película en una suerte de testamento emocional, como un primer intento de Eastwood de transitar los caminos más personales (y por ende, menos concurridos) de su filmografía.

domingo, 26 de julio de 2009

Danny Boy


No dejan de ser curiosas las similitudes entre la última película de Neil Jordan y su ópera prima, al menos desde un punto de vista argumental, porque tanto una como otra plantean una historia de venganzas, pasada por cierta licencia poética. No obstante, entre La extraña que hay en ti y Danny Boy existe un abCursivaismo que las diferencia, no sólo en cuanto a las intenciones, si no también en cuanto a lo que una y otra propone al espectador. Un film como Danny Boy se tiende a relacionar con su obra inmediatamente posterior, En compañía de lobos, verdadero punto de referencia en el fantástico de los años 80, y uno de los mejores filmes sobre la licantropía que se han realizado. Esos dos referentes de su filmografía marcan quizás el análisis crítico de Danny Boy, aunque el film tenga la suficiente entidad por sí mismo como para iniciar el corpus de la obra de Jordan, su cosmogonía particular, fundamentada muchas veces en los sueños turbios de sus personajes, y en cierta necesidad de plasmar la relación entre la representación y el espectador, o la línea difusa que existe entre la realidad y lo representado. La primera secuencia no deja lugar a dudas. El personaje protagonista (interpretado por el inefable Stephen Rea) toca su saxo en la furgoneta y se le acerca a escucharle la chica muda que después será salvajemente asesinada. Se establece así la primera relación entre artista y espectador, que tendrá su antítesis cuando Danny sea espectador de la muerte de la chica, produciéndose así un cambio de paradigma, una necesidad imperiosa de actuar sobre la realidad, de decidir sobre los propios actos que supone una maduración personal, y esa maduración tendrá la forma de una venganza.
No obstante, y pese a que La extraña que hay en ti plantea una historia muy parecida, la ópera prima de Jordan consigue ser lo suficientemente ambigua para no caer en ningún discurso moralizante, y eso lo consigue a través de cierta abstracción en los personajes y situaciones, como la relación entre católicos y protestantes (siempre sugerida y nunca mostrada), o las pesquisas de la policía, que sigue sus pasos como un aviso para navegantes, como una metáfora de las consecuencias de los actos del protagonista. La venganza de Danny es una necesidad imperiosa para seguir tocando, para que sus dedos dejen de temblar, para encontrar la paz de espíritu; pero también es una forma de hacerse adulto, de moverse en las contradicciones entre artista y productor, entre representación y espectador, entre amante y amado, más allá de la ingenuidad y ternura con la que Danny trata a la chica muda.
Película hermosa, sin duda, perversión dulce de un relato que podría ser clásico, Danny Boy apunta alto cuando parece retratar un ambiente social propio del primer Stephen Frears y se desmarca de ello mediante una fábula que se acerca ya a trabajos posteriores como Mona Lisa o Juego de lágrimas, sobre todo en su capacidad de retratar el pensamiento oscuro mediante el uso de personajes abstractos que coquetean con el fantástico y que acaban haciendo comprensible (que no justificando) que el protagonista se tome la justicia por su mano. Si en La extraña que hay en ti, la venganza del personaje interpretado por Jodie Foster acaba actuando desde un punto de vista moral, el Danny de Danny Boy lo hace desde la subjetividad de un dolor que le impide seguir tocando. Y esa subjetividad, que apunta a trabajos como The Butcher Boy, busca esa moral en las acciones sin apriorismos, sin discursos vacíos, encontrando el equilibrio entre realismo e imaginación, entre dolor y recuerdo, entre ingenuidad y conspiración, sin saber muy bien por qué el protagonista actúa sin que le tiemble el pulso, aunque intuyendo con ello que tiene una percepción propia de la realidad. Sintomáticas son los diálogos que establece con su madre, una anciana que tira las cartas y cuyas frases recuerdan a las de una pitonisa por su ambigüedad, y sintomática también es la necesidad que tiene Danny de encontrar una respuesta que esté más allá de la razón, porque ésta no explica su comportamiento. De ahí la pregunta al niño con supuestos poderes a quienes los necesitados visitan, en una secuencia que ya apunta trazos de fábula y que emparenta al film con En compañía de lobos (cómo no) y a la secuencia final de The Butcher Boy, cuando la virgen se le aparece al protagonista como un deus ex machina que lo clarifica todo. Danny Boy es el título de la película, pero también el título de la canción más famosa de Irlanda; y si parecía por ello que el film tendería al realismo sucio propio del cine europeo de los 80, lo cierto es que nos equivocamos: Danny Boy es un ensayo sobre la madurez y sobre la transformación de la realidad entre un joven y un hombre, que en realidad son la misma persona.

viernes, 24 de julio de 2009

El hombre que cayó a la tierra



Cuando es difícil de comprender el ritmo narrativo en una película, o su cadencia interna, o la relación compleja entre forma y contenido, se tiende a valorarla desde un punto de vista experimental. Es decir, que se analizan sus logros desde la historia, la sociología, la música popular e incluso de la política, o sea desde ramas del conocimiento que en ocasiones tan sólo tangencialmente son cinematográficas. Viendo un film como El hombre que cayó a la tierra uno podría caer en la tentación de considerarlo un film experimental, y en parte es cierto, porque crea una dinámica extraña en su pulso narrativo, pero decir eso sería demasiado fácil, sería como ser benevolente con una obra fallida. Quizás la cinta de Nicolas Roeg sea una obra “fallida”, sobre todo si relacionamos sus intenciones con sus resultados. No obstante, antes tendríamos que saber cuáles eran esas intenciones, y lo que percibimos a primera vista es una historia de tintes ecológicos que avanza a trompicones y que se acoge a un uso reiterado de la elipsis. Esos elementos, por sí mismos, es difícil que puedan considerarse como experimentales, sobre todo porque no existe una traducción en imágenes que intente crear conceptos nuevos. Lo que sí tenemos es una forma clásica que pretende buscar algo nuevo a través de la pausa, de la quietud, de los silencios, de todo aquello importante que nunca se dice. Como dice el personaje protagonista “La televisión lo dice todo, excepto lo esencial”, y El hombre que cayó a la tierra parece que pretende eso, narrar lo esencial que puede ser plasmado por el cine.
Pero maticemos algo más. La película es una de aquellas obras de las que es difícil sustraer lo que es esencialmente cinematográfico. Un film protagonizado por David Bowie (en su primera aparición en la gran pantalla), es algo más que un film, pero también tiene que demostrarlo. En todo caso plantea una historia extraña y de múltiples referencias genéricas, con recursos escogidos puntualmente (como la voz en off, el flashback o la cámara subjetiva) pero sin ahondar en ellos, sin llegar al riesgo que supone el experimento, lo que tiende a cierto vacío, a cierta oquedad que puede confundirse con la melancolía. Y esa melancolía es la que podemos valorar en El hombre que cayó a la tierra, una melancolía teñida de desencanto, justo un año antes de que Bowie cantara Heroes y pusiera punto y final a la época dorada del glam. De hecho, la película supone una alternativa a Bowie como estrella del rock, una forma de avance en el mundo de la representación que tuvo su clímax con la publicación de Ziggy Stardust and the Spiders from Mars, tomándose como referencia a él mismo en su papel de Starman, de hombre de las estrellas, de alienígena de la música popular, utilizando su ambigüedad para plantear un personaje que funciona como catalizador, como punto de apoyo en una reflexión sobre el medio ambiente.
No obstante, y si lo pensamos bien, surge la duda de sí realmente El hombre que cayó a la tierra es una reflexión medioambiental. Alejada conceptualmente de otros filmes de la época, como La última ola o Sucesos en la Cuarta Fase, la película de Roeg parece discurrir por otros caminos más ligados a la sensación que a la reflexión, más atento a la forma (aunque ésta adopte un tono clásico) que a la valoración del mundo que se conformaba en los años 70, con una crisis económica galopante que planteaba un cambio en la forma de vida de Occidente. El alien interpretado por Bowie no moraliza ni analiza, tan sólo canaliza las actitudes del resto de personajes en pos de una conclusión que queda abierta, y que utiliza su poder (económico, para más inri) para plasmar la relación de poder que se establece entre él y los humanos. Y junto a ello, queda en el aire la representación de las relaciones de pareja, del amor, del deseo, entre dos personajes opuestos (el extraterrestre y el profesor divorciado), cuyas relaciones sexuales son filmadas bajo dos prismas opuestos. En lo que en el profesor es cierta violencia soterrada, cierta relación de dominio, en el alien es ternura y adoración, sin que eso nos ayude tampoco a conformar personajes complejos.
El hombre que cayó a la tierra es una película extraña, quizás fallida, quizás experimental, aunque ninguno de esos dos adjetivos acaben por definirla del todo. Cercana a la época de la psicodelia, la película no experimenta como los trabajos de Chris Marker o el primer David Lynch, ni tampoco hace evidente la extrañeza que éstas mostraban. Lo que nos queda de ella, por lo tanto, es cierta sensación de tiempo pasado, de confusión argumental, de belleza sin fondo y de forma sin alma, un modo de engaño de los sentidos.

jueves, 21 de mayo de 2009

Voz inconexa



Un rostro de perfil algo más definido. Ni civilizaciones antiguas ni nada que se le parezca. Si lo miro con atención parece un personaje de cómic, o más bien un rostro para ser pintado en un muro, en plena calle, reivindicando algo del estilo "No nos callarán", o "Los políticos se llenan la boca de palabras para escupírnoslas". Aunque para eso haría falta un lema, una idea, un concepto al que aferrarse (si es nihilista mucho mejor).

domingo, 17 de mayo de 2009

Autorretrato



No sé por qué, pero últimamente me da por retratar rostros de trazos sencillos, como antiguas máscaras funerarias de civilizaciones de antaño. Colores primarios y línea gruesa, detalles obvios y otros apenas esbozados.

viernes, 24 de abril de 2009

El símbolo y la utilidad



Este símbolo chamánico es de una sencillez aplastante (de ahí su éxito). Lo bueno que tiene esta recreación es que además de adornar la pared puede utilizarse para arrodillarse y echarse unas oraciones.